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Videovigilancia en México: la paradoja de tener 83,000 cámaras y seguir sintiéndose inseguro

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En 2025, Ciudad de México alcanzó más de 83,000 cámaras de videovigilancia pública, posicionándose como la urbe más monitoreada del continente americano (Wired, 2025). Sin embargo, el 75.6 % de sus habitantes sigue sintiéndose inseguro, según datos del INEGI (2025).

 Es una contradicción evidente: nunca se había invertido tanto en vigilancia y, al mismo tiempo, nunca se había desconfiado tanto de su efectividad. Como especialista en seguridad electrónica, he observado esta paradoja en distintos niveles. Las empresas, al igual que las autoridades, suelen medir la seguridad en función del número de cámaras instaladas, no de su capacidad operativa, analítica ni de respuesta. Y ese es precisamente el error estructural que mantiene la brecha entre “ver” y “proteger”.


La cámara instalada vs. la cámara que realmente protege


En la práctica, una cámara de seguridad sin integración ni monitoreo activo es un observador pasivo.  En proyectos que he asesorado en la capital y en el norte del país, hasta el 30 % de los sistemas instalados estaban fuera de servicio o mal configurados, sin grabación continua ni mantenimiento preventivo. Las empresas invierten, sí, pero sin garantizar la continuidad técnica ni la trazabilidad de la información, lo que las deja vulnerables justo cuando más lo necesitan.


Esto se contrapone con un cliente actual, que monitoreamos sus sucursales activamente. Tiene menos cámaras “que el promedio”, pero el índice de respuesta es mayor.


 La seguridad no se mide por cantidad, sino por integración


El modelo actual de videovigilancia pública ha demostrado ser valioso en investigación post-evento, pero limitado en prevención. En las empresas ocurre algo similar: muchos ven la cámara como una prueba legal, no como un componente activo de gestión del riesgo. Esto revela una tendencia preocupante: la cultura de reacción sigue dominando sobre la cultura de prevención.


Además, la expansión tecnológica ha traído nuevos desafíos, pues la mayoría de las cámaras dependen de redes eléctricas o sistemas de internet vulnerables a apagones, ciberataques o sabotajes físicos. Cuando esto ocurre, el sistema entero queda ciego. Sin protocolos de redundancia o respaldo eléctrico, la “infraestructura de seguridad” puede apagarse con un simple corte de energía.


La seguridad electrónica moderna exige un enfoque integral: no basta con instalar, hay que conectar, monitorear y garantizar continuidad operativa. De lo contrario, los 83 000 ojos que vigilan la ciudad —y los miles más de las empresas privadas— solo observan, sin intervenir.


La videovigilancia no es un fin, es una herramienta. La diferencia entre seguridad y sensación de seguridad radica en el diseño operativo detrás de cada cámara, en la respuesta que genera y en la confianza que inspira. México ha alcanzado un récord histórico de vigilancia, pero la percepción de inseguridad muestra que la confianza no se compra con tecnología, sino con efectividad y resultados visibles.


 
 
 

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